Un cielo encapotado bañaba la ciudad de Madrid mientras un servidor, con tan sólo nueve años, recorría el Paseo de los Melancólicos “con mi papá de la mano”.

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Aquella tarde del 28 de mayo, cuando en mi reloj marcaban más o menos las 20:30, nos despedimos definitivamente y yo aún no termino de creérmelo.

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