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Desazón en el palco y hastío en el vestuario

Al mismo tiempo que el sábado volaban por el campo los jugadores del Eibar, los madridistas iban aterrizando en su actual realidad de dudas y desmotivación. Las cuatro victorias con el improvisado Solari tuvieron un efecto analgésico y el parón de selecciones sirvió de antiinflamatorio en la caseta, pero el diagnóstico profundo seguía siendo preocupante. Llegado el momento de volver a competir, aparecieron de nuevo los peores síntomas del enfermo, que empezó perdiendo el fútbol y terminó perdiendo el pulso. Los jugadores se dejaron ir en la derrota, como resignados al efecto de un veneno embriagador que finalmente les ha atrapado por completo: la ponzoña del éxito. Lo más alarmante de lo visto el sábado en Ipurua fueron la desgana y falta de actitud generalizadas. Lo mismo que el ímpetu se contagia, la indolencia y la desidia también se pasan de unos a otros.

Empiezas por Gareth Bale, deambulando de nuevo por el campo como un fantasma, y terminas por Sergio Ramos, que ya ni le pega una voz a un compañero. ¿Qué va a decirles: "Vamos chavales, que parece que hemos ganado ocho balones de oro"? Más que piedras en la mochila, lo que llevan son muchas copas y muchos premios. Porque cuando falta el fútbol, y sobre todo el gol, que es el gran problema de este equipo, tiene que salir la profesionalidad y la vergüenza. Puede que el juego no alcance pero, al menos, tienen que hacerlo el decoro y la dignidad. El aficionado madridista, y el presidente también, ya sólo aspiran a una temporada digna de los blancos.