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10 LIBROS PARA CONOCER RUSIA | 2

"Viaje a Rusia"; las entrañas de la quimera soviética

En 1926, Joseph Roth fue enviado por el Frankfurter Zeitung, diario alemán, para vivir y escribir la transformación de la Rusia post-revolucionaria.

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"Viaje a Rusia"; las entrañas de la quimera soviética

Resuelta la revolución y su posterior guerra civil, la Rusia bolchevique pasó del electroshock al albor. El mundo nuevo. Había muerto el ancient-regime zarista, y con él, todos los anteriores. Y los presentes. Y los posteriores. Rusia fue el fulgor de lo inédito: el conocimiento como método. La revolución, escribió Roth, había liberado a la sociedad rusa de su ceguera. Y debería pasar mucho, mucho tiempo para que la conquista, novedosa, se convirtiera en algo común: "Ha surgido un nuevo modo de producir y percibir, de escribir y leer, de pensar y escuchar, de enseñar y experimentar, de pintar y comprender".

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A Joseph Roth, sagaz periodista austriaco, bebedor empedernido, un perceptivo relator del ánimo social y su imaginario colectivo, le fue conferida la misión, en 1926, de surcar los bosques, ciudades y ríos soviéticos. Debía relatar para los lectores del Frankfurter Zeitung cómo era esa quimera llamada Unión Soviética, la tierra del fulgor y la final emancipación de la libertad del hombre que declamó la revolución que la alumbró. El viaje, de cuatro meses, fue una suerte de reencuentro de Roth consigo mismo. No sólo disecciona el modus-vivendi del nuevo régimen, sus contradicciones y esperpentos, sus utopías y venturas, sino que encontró, en sí mismo, una redención: "Es una suerte que haya emprendido este viaje, de otra forma no me habría conocido jamás", escribió desde Odesa. Razón no le falta. Rusia, majestuosa, te lleva a explorar tus entrañas mientras te adentras en las suyas. Su frío polar, su lejanía, su misterio, el "alma rusa", todo ello pone al viajero frente a su reflejo.

A lo largo de los cuatro meses, Roth se internó en la Unión Soviética desde Minsk y recorrió la franja más cercana a Europa: Moscú, Yalta, Odesa, el Cáucaso, Sebastopol, Sochi. Desde las minuciosas y tortuosas revisiones aduanales cuando el tren cruza la frontera, los barcos de vapor que acompañan la corriente del Volga, sus cuadros de las llanuras verdísimas y los Montes Urales en el horizonte, hasta una postración febril en Odesa. A lo largo de su vertiginoso viaje, que siempre da una impresión de clandestinidad, Roth establece un paralelismo entre los lienzos que vislumbra desde el vapor del Volga o los trenes de la sierra del Cáucaso y el nuevo Estado que palpa en sus calles. El del libre albedrío corpóreo, el de la propaganda como método de educación; el de las panaderías repletas; el del nuevo-burgués que generó la revolución, ése espécimen que ha encontrado en las contradicciones bolcheviques un camino para mantenerse en la élite sin sufrir el acoso de las 'guardias del pueblo'; el de la cínica "integración" judía, tolerada pero condenada al campesinado; el del control sexual.

Ahí es donde Roth ha descargado la artillería y las ilusiones primerizas; el relato, entusiasta en sus primeros párrafos, degenera hasta el borde de la decepción en las últimas líneas: "El comunismo oficial niega la unidad natural que existe entre el cuerpo y la piel, la materia y la vestimenta; califica esa unidad de 'burguesa' y considera revolucionario despreciar la forma, es más, ni siquiera la percibe”, escribió lacónicamente mientras intentó, sin éxito, como tantos, desentrañar la fórmula literaria del "alma rusa". ¿Qué es? ¿Los cosacos, las novelas de Dostoyevski, la pólvora de los bolcheviques? Roth quiso volver para resolver el misterio y volver a encontrarse, pero el alcohol lo venció. Era 1939. Stalin ya estaba en el poder.