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Diario de la Copa América

Día 14 – Fidelidad

La afición mexicana es capaz de soportar cualquier cosa con el fin de ver a sus ídolos, aunque sea un segundo, a lo lejos. Esperanza, fidelidad y algo de masoquismo.

San Francisco
Día 14 – Fidelidad

Lo acepto. Hubo una época en la que me integré al núcleo de aficionados que ejercen el demandante deporte de la ‘espera del ídolo’. A decir verdad, fue por un día. Lo suficiente para considerarme como uno más de ellos. Fue en Houston, en 2008. Esperé por casi cuatro horas a que alguna de las estrellas alojadas en el hotel, con motivo de un concurso de tiros libres, se asomara por la ventana de su cuarto (era la expectativa promedio; la más alta consistía en verle bajar al lobby). El mentado concurso (¿Tiros libres? ¿No fútbol? ¿Houston?) logró, asombrosamente, reclutar a figuras como Lionel Messi, Ronaldinho, Rafael Márquez, Robert Pirés, Dunga, Romario. Habrá que mencionar que entre las actividades de la ‘espera del ídolo’ está acondicionar el trasero para acomodarlo en sitios donde usualmente no te sentarías, carreras de 100-200-400 metros con obstáculos (por si algún ídolo decide escapar por una puerta trasera, lejos del escrutinio, hasta que algún impertinente le delata) y poseer una voz poderosa (entre más grites, más posibilidades tienes de obtener alguna recompensa). No me complace admitir que la impecabilidad con la que llevé a cabo dichas labores me valieron un autógrafo de Romario y una fotografía con Dunga, capturada justo mientras limpiaba mis anteojos y estaba de espaldas a la cámara.

Por mi breve experiencia como aficionado en perpetua espera, entiendo las penurias por las que pasan quienes acuden al hotel de concentración de algún equipo motivados por esa energía tan truculenta como cegadora: la esperanza. El aficionado debe tener ciertas aptitudes para el denominado ‘stockeo’ (su dominio del plan de logística ruborizaría a cualquier periodista mínimamente informado), resistencia a la frustración (un eufemismo del masoquismo) y la inquebrantable fe. A las afueras del hotel donde se hospeda la Selección Mexicana en San José, Eduardo y su grupo de amigos llevaban tres horas encaramados sobre una valla. “Queremos ver al que sea. Ya nos da igual. Ya, el que sea”. Tres horas. Las camisetas verdes, impecables; los ojos tan cansados como felices, los hombros vencidos. Pero no, no piensan moverse. “No, hasta que venga alguien”.

El masoquismo lleva a la esperanza: nadie acepta un castigo si no le conlleva cierto placer. La Selección Mexicana de Fútbol es, quizá, el equipo nacional que más aficionados tiene en el mundo. Sus magros resultados históricos y el hermetismo de sus filas no han influido, en absoluto, para que su fama decaiga. Podrá caer goleada ante Chile y ‘Chicharito’ podrá achacar la derrota al excesivo apoyo de sus connacionales: ni eso causaría que la afición abandone al ‘Tri’. Perseguir jugadores, clamar por sus palabras y sus gestos, sostener una libreta y una pluma por horas, soportar el dolor de las plantas del pie. El aficionado es un versado en el arte de la espera, pues no hay espera sin esperanza. Es creer, anteponer la imagen idealizada del sueño realizado al dolor del presente, es el triunfo de la voluntad. Es el “me quedo porque te amo”. Es gritar a sabiendas de que tus palabras quizá se diluyan antes de llegar a su destinatario. Y volver a gritar. Eso es fidelidad y no patrañas.