Cómo Ford revolucionó a la Ciudad de México hace 100 años
Hace un siglo, las calles de la Ciudad de México fueron el escenario de una batalla entre el trote de los caballos y el rugido de los primeros Ford Model T.

En 1924, la vida en la Ciudad de México se desarrollaba en un ambiente sonoro muy distinto al actual. El ritmo de la metrópoli no lo marcaba el rugido de los motores, sino el golpeteo constante de miles de cascos de caballos y mulas sobre el adoquín, un compás incesante que se mezclaba con el agudo y metálico tintineo de las campanas de los tranvías eléctricos. Por las mañanas, el aire se llenaba con los pregones de los vendedores ambulantes que ofrecían desde los periódicos del día, como
A lo lejos, los silbatos de las fábricas en expansión anunciaban el inicio de la jornada laboral en una urbe que se sacudía los últimos vestigios de la Revolución para abrazar una nueva era. Era una capital que, bajo el gobierno de Álvaro Obregón y su sucesor Plutarco Elías Calles, buscaba reconstruirse, alfabetizar a su población y forjar una identidad nacional posrevolucionaria.
El paisaje visual era un tapiz complejo; elegantes carruajes privados paseaban por la Reforma y Chapultepec, mientras que las funcionales carretas de carga y los tranvías, tanto eléctricos como los últimos tirados por mulas, constituían la espina dorsal del movimiento colectivo.
Sobre este escenario de cambio y tradición, una nueva fuerza estaba a punto de irrumpir. Aunque ya se veían algunos automóviles importados como una exótica novedad, el 23 de junio de 1925 todo cambió. Ese día, Ford Motor Company se constituyó oficialmente en México, preparando el terreno para que el estruendo del motor de combustión interna silenciara para siempre el trote del caballo.

La anatomía de una metrópoli pre-moderna
La Ciudad de México de los años veinte era un lugar de profundas contradicciones. Por un lado, poseía un sistema de transporte público sorprendentemente moderno y extenso para la época. Desde la inauguración de la primera línea de tranvía eléctrico el 15 de enero de 1900, la ciudad había desarrollado una sofisticada red sobre rieles que se convirtió en el principal medio de movilidad para cientos de miles de capitalinos.
Este sistema no era improvisado; contaba con un reglamento oficial desde 1900 que estipulaba límites de velocidad de 20 kilómetros por hora en la ciudad, la obligación de sonar una campana en las intersecciones y, crucialmente, la creación de paradas designadas, poniendo fin a la costumbre de que los pasajeros pudieran solicitar la detención desde cualquier punto.
La red tranviaria era el motor del crecimiento urbano, conectando el Zócalo con las nuevas y elegantes colonias como la Roma y la Condesa, y con pueblos entonces lejanos como Tacubaya, Coyoacán y Tlalpan, moldeando la expansión de la ciudad a lo largo de sus vías. La modernidad de la capital, en esencia, estaba construida sobre rieles.
Esta modernidad contrastaba fuertemente con la realidad de gran parte de la infraestructura urbana. Lejos de las arterias principales por donde circulaban los tranvías, muchas calles seguían siendo de tierra, carecían de pavimentación, alumbrado público adecuado y servicios de saneamiento, una situación especialmente grave en las colonias populares que crecían de forma acelerada hacia el norte y el oriente para albergar a la clase obrera.
El gobierno del presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928) estaba inmerso en las grandes tareas de la reconstrucción nacional: la reforma agraria, la creación de instituciones, la promoción de la educación laica y un ambicioso programa cultural que incluía el muralismo. La modernización de la vialidad urbana para un vehículo que aún no era masivo no figuraba entre las prioridades inmediatas.
En este contexto, la forma de moverse era un claro indicador de la clase social. La élite posrevolucionaria, incluyendo altos mandos militares, disfrutaba de paseos en sus carruajes privados o en los primeros y costosos automóviles importados, frecuentando lugares exclusivos como el Hipódromo de la Condesa para las carreras de caballos o galgos.
La creciente clase media y los trabajadores dependían casi por completo de la red de tranvías para sus desplazamientos diarios, mientras que los más pobres, que a menudo vivían en condiciones precarias en barracas cercanas a las vías del tren, se movilizaban a pie. Este orden social estratificado estaba a punto de ser sacudido por la llegada de una máquina que, aunque inicialmente un lujo, fue concebida con la promesa de la masificación.
La existencia de un sistema de tranvías tan regulado y centralizado había creado en las autoridades y en el público una concepción específica del transporte: un flujo ordenado, predecible y confinado a rutas fijas. Esta mentalidad era completamente inadecuada para la naturaleza descentralizada, individualista y caótica del automóvil, lo que provocó una incapacidad conceptual para anticipar y gestionar el conflicto que se avecinaba. El caos inminente no sería solo un choque de máquinas, sino una colisión entre dos filosofías fundamentalmente opuestas sobre cómo se debía vivir y mover en la ciudad.

El día que el futuro llegó: 25 Fords al día
El 23 de junio de 1925, con la constitución formal de Ford Motor Company S.A. de México y la apertura de sus primeras oficinas en el número 13 de la calle Bucareli, comenzó oficialmente la era del automóvil en el país. Poco después, en la Calzada de Balbuena, se inauguró una modesta planta de montaje y acabado que empezó a operar con una capacidad inicial de producción de
25 unidades diarias del Ford Modelo T. Esta cifra, aunque pequeña para los estándares actuales, representaba una inyección diaria y constante de novedad mecánica en las venas de la ciudad.
El vehículo en cuestión, conocido popularmente como “forcito” o “fotingo”, era una maravilla de simplicidad y resistencia. Su motor de cuatro cilindros y 20 caballos de fuerza le permitía alcanzar velocidades de hasta 70 km/h, una cifra asombrosa si se compara con los 8 a 12 km/h de un carruaje o el límite de 20 km/h de los tranvías urbanos.
Su manejo era tan peculiar que se ganó el apodo de “el baile del Forte”, ya que no utilizaba la configuración de pedales que conocemos hoy, sino un complejo sistema de palancas y pedales para controlar el acelerador y las marchas.
Este auto fue diseñado por Henry Ford para ser robusto, capaz de transitar por los caminos rurales y las fincas de Estados Unidos, una característica que lo hizo extraordinariamente apto para las calles a menudo mal pavimentadas y las cuestas empinadas de la capital mexicana. La reacción del público fue una mezcla de asombro, incredulidad y cierto temor. Para muchos, la idea de un
“El coche sin caballos era cosa de brujería”. El ruido del motor, la velocidad y la ausencia de tracción animal eran conceptos alienígenas que encarnaban el espíritu de los “locos años 20” en su forma más tangible: un símbolo de modernidad y una ruptura radical con el pasado.
Miembros de la nueva élite política y militar, como los generales Joaquín Amaro y Francisco Serrano, fueron de los primeros en adoptarlo, convirtiéndolo en un codiciado objeto de estatus y poder.
El éxito y la rápida integración del Model T no fueron un accidente. Sus características de diseño -durabilidad, facilidad de reparación y capacidad para operar en terrenos difíciles- lo convirtieron en el vehículo perfecto para las condiciones de México. Un automóvil de lujo europeo, más delicado y complejo, habría fracasado en el entorno de la ciudad.
En cambio, el Model T prosperó. Fue precisamente esta robustez la que permitió que sus dueños lo adaptaran de manera improvisada para el transporte de pasajeros, añadiendo tablas y lonas para crear los primeros “fotingos”, un uso que un vehículo menos resistente no habría soportado. La filosofía de diseño de Ford, pensada para un contexto agrario, encontró inesperadamente en la capital posrevolucionaria el terreno ideal para catalizar una transformación urbana sin precedentes.

Caos en las calles
La coexistencia del nuevo automóvil con los medios de transporte tradicionales desató un caos espectacular en las calles de la Ciudad de México. Una escena cotidiana alrededor de 1926 podría mostrar un Ford Modelo T, ruidoso y veloz, intentando rebasar a un lento carruaje, cuyo caballo se asusta por el estruendo del motor. A
Al mismo tiempo, un tranvía, confinado a sus rieles, hace sonar su campana con furia, incapaz de desviarse, mientras los peatones, acostumbrados a un ritmo más pausado, esquivan con dificultad a bestias y máquinas. En este escenario no existían semáforos, señales de alto, carriles definidos ni un código de circulación que estableciera prioridades de paso.
El choque entre el Ford y el caballo fue el primer embotellamiento real de la ciudad, una manifestación física de una sociedad atrapada entre dos siglos.
Este desorden era producto de un completo vacío regulatorio. Mientras el sistema de tranvías estaba sujeto a normativas estrictas desde hacía décadas, las autoridades de Hacienda y Economía no contaban en su legislación con cláusulas específicas para esta nueva rama industrial, viéndose obligadas a enviar ingenieros a Estados Unidos para entender su funcionamiento.
Esta ausencia de reglas creó un peligroso “sálvese quien pueda” en las calles. A la anarquía se sumaban las peculiaridades del propio Modelo T, como la necesidad de subir las pendientes pronunciadas en reversa debido a que el combustible llegaba al carburador por gravedad, una maniobra que añadía un nivel más de imprevisibilidad al ya caótico ballet urbano.
De este crisol de desorden nació una nueva figura urbana: el “chafirete”, el conductor profesional, un arquetipo forjado en la necesidad de navegar un entorno sin reglas, dominando no solo la mecánica de su vehículo, sino también la astucia para sobrevivir en la jungla de asfalto y adoquín.
Lejos de ser un simple fracaso de planificación, este caos fue el motor fundamental del cambio. La ineficiencia, el peligro constante y la frustración diaria generada por la anarquía vial crearon una presión social y política insostenible que obligó a las autoridades a actuar.
El sistema de movilidad preexistente, aunque lento, era estable y predecible. La irrupción del automóvil, un elemento veloz e impredecible, rompió ese equilibrio y lo sumió en el desorden. Las sociedades, al igual que los sistemas naturales, tienden a buscar un nuevo equilibrio y aborrecen el caos prolongado.
Los accidentes y retrasos se convirtieron en tema de conversación y queja en la prensa y en la vida pública, haciendo de la modernización una necesidad urgente en lugar de una opción a futuro. El caos fue el doloroso pero necesario proceso de crecimiento a través del cual el cuerpo urbano se vio forzado a evolucionar y a desarrollar un nuevo sistema nervioso: un conjunto de leyes de tránsito e infraestructura moderna.

De la improvisación a la institución
La respuesta al caos provino tanto de la iniciativa popular como de la acción gubernamental. La primera gran adaptación fue una solución surgida desde abajo. Durante una de las recurrentes huelgas de tranviarios que paralizaban la ciudad, los dueños de los “Fotingos” (Ford Model T) los adaptaron de forma improvisada con lonas y tablas para convertirlos en pequeños autobuses de pasajeros. Esta solución de emergencia resultó ser tan popular y necesaria que se arraigó, dando origen a un sistema de transporte colectivo informal.
Los vehículos de Ford fueron adoptados rápidamente por el naciente sector del transporte público, y el gobierno, ante la evidencia de su utilidad, se vio en la necesidad de reglamentar estas nuevas rutas y tarifas, sentando las bases de lo que décadas más tarde se conocería como el “pesero”.
Ante la creciente insostenibilidad del desorden vial, el gobierno tomó una medida drástica y definitoria. En 1928, la ciudad prohibió oficialmente la circulación de carruajes tirados por caballos, con el objetivo explícito de agilizar el tránsito de los automóviles.
No fue una transición gradual, sino un corte legislativo que decapitó el último vínculo de la ciudad con su pasado de tracción animal. Aunque el último tranvía de mulas circularía hasta 1932, la era del caballo en las calles de la capital había terminado de manera concluyente.
Esta victoria del automóvil impuso nuevas exigencias infraestructurales. Comprometido ya con la nueva tecnología, el gobierno emprendió proyectos ambiciosos. En 1926 se inauguraron las primeras carreteras pavimentadas del país, diseñadas para vehículos de motor, conectando la Ciudad de México con Puebla y Pachuca.
Simultáneamente, se comenzaron a ampliar arterias vitales como la avenida San Juan de Letrán (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas) para dar cabida al creciente flujo de coches. La ciudad estaba siendo rediseñada físicamente para su nuevo amo.
Para 1932, Ford ya había superado la capacidad de su planta inicial y inauguró una instalación mucho más grande y moderna en La Villa, consolidando su papel como pilar de la industrialización nacional.
El eco perdurable de Ford
La llegada de Ford a México hace casi un siglo fue mucho más que un simple cambio en los medios de transporte; fue un evento que reconfiguró el ADN de la Ciudad de México. El automóvil aniquiló las distancias y comprimió el concepto de tiempo de una manera que la sociedad de la época apenas comenzaba a comprender.
Barrios que antes representaban un viaje de varias horas se volvieron accesibles en cuestión de minutos. Este cambio psicológico fue tan profundo como el físico, sentando las bases para la metrópoli expansiva y de ritmo acelerado que conocemos hoy.
El patrón que se estableció en la década de 1920 -donde soluciones populares e informales como el “fotingo” surgieron del caos para luego forzar una regulación formal por parte del Estado- se convirtió en una característica definitoria del crecimiento urbano de la capital durante el siglo XX.
Noticias relacionadas
El legado de esa calle no regulada y de la creatividad surgida de la necesidad puede verse aún en la compleja y a menudo caótica red de microbuses y transporte concesionado que sigue siendo vital para la movilidad de millones.
La incredulidad y el asombro que despertó el primer “forcito” en las calles de 1925 han evolucionado hasta convertirse en los complejos desafíos de movilidad del siglo XXI, un eco perdurable de aquella primera y fatídica colisión entre la herradura y el motor.
Rellene su nombre y apellidos para comentar