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Maradona no pudo gambetearse

MéxicoActualizado a

Hace un año, ese 25 de noviembre de 2020, se me tatuó a fuego. Mientras Maradona se empeñaba en irse, otros tantos, en el mundo, luchábamos incansablemente por quedarnos.

Ese día, minutos antes de enterarme de su fallecimiento, recibí una prueba positiva que fue todo lo contrario: Tenía COVID. Y mi primera reacción, cuando se me juntaron aquellas dos malas noticias, fue de un coraje cargado de decepción.

Y ese día, escribí esto en caliente, como aviso de una fiebre:“Me ponen nervioso las llamadas telefónicas; presiento que pocas cosas buenas pasan cuando alguien levanta la bocina.

Porque para alzar el teléfono, en estos tiempos, hay que tomarse el tiempo. Y tiempo es lo que nos falta. Por eso, cuando suena el celular, o es para recibir una felicitación de cumpleaños o para escuchar lo que no se quiere.

“Falleció Maradona”, me avisaron. No entendí nada. Menos porque, estoy casi seguro que quien me dio la noticia no sabía ni que Diego era zurdo. Dudé, pero confié en ella, porque Maradona ya se me había muerto antes, en aquellos arrebatos de sí mismo.

No me sorprendió. No tuve ese momento de shock en el que una mala noticia te recorre el cuerpo con el cuchillo helado que te corta en dos el alma, porque siento que no lo voy a extrañar porque lo seguiré viendo siempre. Como siempre.

Como cuando ya se había asomado a aquel adiós. Supe que, esta vez, el Pelusa, no había podido gambetearse. Y lo acepté en ese instante, con la frialdad de un vapor dibujado en la ventana...

Con Maradona no puedo decir que no iba a pasar nunca. Pensé que iba a pasar siempre. Porque Diego sostuvo una persecución autodestructiva. Siempre librándose de Maradona. Cargándose, muriéndose, resucitándose, volviéndose a morir y volviendo a nacer para quererse morir de nuevo.

Porque no había un manual para ser el ’10'. Porque, como Menotti avisó en los 70, Diego no sabía lo que hacía, hasta que lo hacía. Era la respuesta del instinto, el reflejo del reflejo.

Porque Maradona, futbolista, cuerpo de garrafón, con el puño apretado y el pecho inflado, se quitaba rivales de encima, como se quita una pelusa de la solapa. Pero nunca se burló a sí mismo. Se burló de sí mismo.

Porque el Diego Armando, persona, prisionero de su cuerpo, se arrojó al precipicio de lo incierto. Sin paracaídas, Diego se tiró al viento, abrazándose al exceso. No pidió ser lo que fue. Y no quiso la responsabilidad de serlo.

Y así, galopante, entre los campos, Diego Armando se multiplicó una y otra vez, decidiendo entre una tormenta de ideas, con la inspiración del guitarrista que compone o del dibujante que salpica anárquicamente los colores en una pared que el mundo ha de ver…

No hay dos obras iguales. Y Maradona nunca se repetía. Diego era un calentamiento con agujetas desamarradas y mirada al cielo, cabeceando una pelota magnetizada por los hombros y la frente; saltaba cantando ‘Life is life’, entendiendo que la vida era para vivirla, mientras existiera algo redondo que le sirviera de analgésico de ser un superhéroe de 1.65.

Porque Maradona se dopaba para olvidarse de que era Maradona. Se emborrachaba de él. Y por él. Tantas veces se murió. Que ya se había ido. Volvía para que no lo extrañáramos, como al recuerdo de la pelota que llevaba no atada, sino dentro del pie.

Pero ya no estaba aquí. Estaba en nosotros, pero no aquí. Y allá va Maradona, corriendo en las nubes, ahí donde es permitido hacer los goles con la mano de Dios. Y sigue, con el temple de acero con el que putea a todo un estadio que abuchea su himno.

Porque Diego tuvo una voz. Cuando Maradona hablaba, el mundo afilaba el oído con el gesto de incredulidad para denostarlo o de admiración para alabarlo. Diego decía todo lo que pensaba, aunque no pensaba todo lo que decía, porque fue un millonario prematuro de ideas más zigzagueadas que la banda derecha de la cancha del Azteca.

Se tropezaba con sus palabras, se atropellaba con sus ideas, se fumaba puros con la imagen del ‘Che’ Guevara y de Fidel Castro para después colgarla de un ángulo, con 98 kilos. Se iba de una cancha de la mano de una enfermera, le gritaba a una cámara el gol más furioso que hizo, recortaba ingleses hasta cuando se recortaba la barba; abrazaba a todos, bromeaba con todos, se drogaba con todos…

Odiaba a todos.

Amaba a todos.

Todos lo amaban.

Pocos lo odiaban.

Muchos decían quererlo.

Pocos lo querían.

Maradona fue muchos Maradonas.

Se mudó muchas veces de su cuerpo, se tomó vacaciones de sí mismo, cambió de piel. Adelgazó y ganó peso, más veces que las que alzó una copa. Cambió de apariencia con el pelo teñido de oro, con el arete colgando de la oreja izquierda, pero siempre con el gafete de capitán en el brazo, porque nació líder y desde su condición de referente hizo mejor a los demás en la cancha. Aunque muchos no lo hayan mejorado fuera de ella, porque para corregir a Maradona hace falta ser Diego Armando.

Y no cualquiera (nadie) lo es (era).

Solo hace falta cerrar los ojos para imaginarse al Diego de la gente nutriéndose de enemigos desmayados. Porque Maradona era un tractor con piernas; dicen que eso habla de su mérito, porque no necesitó el apellido de nadie para ser Maradona, el futbolista con muslos de bisonte y la elasticidad mental de un escapista, que era muy humano.

Un enamorado del futbol.

Maradona aficionado hubiera sido aficionado de Maradona jugador, porque aún con 60 años, Diego tiraba caños hasta cambiándose los calcetines y dominaba manzanas en un lobby de hotel.

Pero Maradona no controlaba a Maradona. Se le salía del cuerpo en cada gambeta, muy parecida al gesto de un mimo que te saca un pañuelo de la boca.

Por eso, en Nápoles, San Paolo llevará su nombre. Si ya lo lleva una religión ¿por qué no su estadio? Por eso, La Bombonera tiene como veladora la luz de su palco encendido. Por eso, el Estadio Azteca es el mejor amigo con el que se recuesta en el medio campo tendido en su pasto para ver las estrellas y encontrarse entre ellas...

Porque Diego nació ciudadano del mundo. Y es mexicano desde 1986.

El Azteca tiene su perfume.

Una de las porterías le pertenece.

Era suya antes de saberlo.

Hoy, lo sabemos todos.

Esos 7.32x2.44 en los que confirmó que “venía de otro planeta para dejar en el camino a tanto inglés” fue el espacio que sirvió de pretexto para explicarle al mundo que los símbolos importan, que la justicia interesa y que Inglaterra pagó con goles lo que había arrebatado con cañones.

Maradona, el ángel de las alas heridas, disparó con balas de cuero solo a la porterías...

No es que se haya vengado la Guerra de las Malvinas, pero en esa Copa del Mundo ascendió a categoría de deidad, aunque haya sido el fuego consumido por su lumbre.

Nos perdimos de Diego, no solo en la cancha. Como diría Eduardo Galeano: “Jugó a pesar de la droga. Y no por ella”. Pero “la pelota no se mancha”. “Yo me equivoqué y pagué”. Tantas frases, tantas excusas, tantos goles, tanta poesía en movimiento, tanta fragilidad, tanta disculpa, tanta culpa, tanta absurda manera de autocontemplarse en el espejo adivinando su futuro estrellándose contra lo previsible, porque como en una escapada a espacio abierto, su adiós era un gol hecho.

Eso es lo que más coraje me dio.

Que Maradona ya se me había muerto antes.

A un año, libré el COVID. Aunque Maradona no se haya librado de su recuerdo, en reversa, del cual el mundo se cuelga.

Hace 365 días, yo necesitaba esa llamada.

Yo solamente hubiera preferido recibir este mensaje de texto:

“Ahora, Diego Armando Maradona descansa de la Mano de Dios”.