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Kobe Bryant y la clavada del fin del mundo

Ciudad de MéxicoActualizado a

Ahí estaba Kobe. Inhala, exhala. Su cuerpo, empapado, era una colosal máquina en combustión. Quinto juego de la serie de Playoffs de 2003 contra los Minnesota Timberwolves. Los de Kevin Garnett, sí. 7:22 minutos por jugar en el tercer cuarto. Kobe condujo desde la esquina derecha y enfiló a velocidad crucero. Bote violento, el parqué que retumbaba. Con el hombro izquierdo bloquea la penetración de Garnett, quien sucumbe ante el campo de fuerza de Kobe, convertido en un meteoro. Cuando cruza la frontera de la pintura, Kobe prensa el balón con sus manos y dobla la pierna derecha, como presto a un molinete sobre el hielo. La pintura parece elevar su cuerpo, como si estuviese debajo del halo gravitacional de una nave espacial. Sus pies se desprenden de la madera. A su vuelo rumbo al canasto le acompañan Nesterovic y Garnett, de vuelta.

Kobe se suspendió, ingrávido, en trance, justo bajo el aro, con los pies recogidos y el cuero del balón fundido con la piel de sus dedos. Sin resquicio para embocar, Kobe apela a la nigromancia. En pleno revoloteo, pasa la pelota de su mano izquierda a la derecha. Su brazo de hule se escabulle del acoso, surca las faldas del canasto y aparece, ilusionismo, al otro lado, con el balón adherido a la piel. Con la fuerza restante consigue estirar su extremidad para librar la altura del aro. Garnett y Nesterovic ya habían mordido las astillas. El brazo baja con la violencia de un meteorito que penetra la atmósfera, y el balón incendia la red. Un terremoto, con epicentro en Minnesota, sacudió al planeta.

La primera referencia de Kobe Bryant que evoca mi memoria no es su gloriosa homilía de 81 puntos a los Raptors, ni su apoteósica procesión de despedida frente al Jazz; su último y precioso tango. No, es Kobe demencial, descarnado, despiadado, mágico. Una postal. La clavada del fin del mundo. Un momento en el que todo hizo sentido. La felicidad era esto. Un acto de hechicería en technicolor; las tardes en vano, abrazado por el atardecer, y mil fracasos para emular su virguería apocalíptica. Kobe era lo imposible, lo estético, lo cierto. La dosis requerida de fantasía en el sopor del día a día.

MVP en 2008; dos de las Finales; cinco anillos de NBA, 18 All-Star, 40 puntos como mínimo a todos los equipos de la liga, el cuarto máximo anotador de los tiempos (33,643); debió ser LeBron, otro aspirante al trono que tanto deseó, quien le apeó del peldaño, y a quien destinó su último mensaje público; la cruel ironía. Su perenne (y psicoanalítica) obsesión por emular a Jordan, su turbulenta (y, precisamente por ello, grandiosa, casi cinematográfica) relación odio-odio-paz-por-el-bien-común con Shaquille O’Neal; su celestial y renacentista suspensión en fadeaway; su devoción por la victoria. Jamás se dio perdido, ni siquiera cuando el partido ya lo estaba.

Podrá seguir la letanía de recopilaciones wikipedicas, hoy insulsas, porque un hombre es más que sus números y sus acciones. Pero no. Es, también, lo que inspiran, lo que hacen sentir. La mejor forma de honrarle no es acudir al lugar común, o atiborrar los espacios televisivos de soflamas remilgadas que, quizá, le habrían causado asco. Era hosco, misterioso, inabordable, claman quienes lo trataron de cerca. Phil Jackson mismo le describió: “Es imposible de entrenar”. Pero era inmenso. No. Lo mínimo que podemos hacer para despedirle dignamente es tomar una pelota, salir de casa, botarla, enfilar, correr e imitar hasta el hastío la clavada del fin del mundo en Minnesota.