El tercer tiempo
El humilladero
Este Mundial es el Mundial del Humilladero. Ese lugar al que van los poderosos (y los humildes también) a pedir perdón, a aceptar la derrota, o el empate, que es una derrota disimulada por los sufrimientos compartidos. De todas las derrotas, la más difícil de digerir es la de los grandes, pues no están acostumbrados a la humillación de que te venza un débil. Alemania recibió una humillación mayor que una derrota: recibió una lección de juego; México no fue sólo superior, sino que tuvo sistema, un sistema exótico, el de Osorio, pero un sistema. A ese Osorio lo debió inspirar André Breton.
El surrealismo
Pues ese entrenador ha conseguido, con artes que parecen de Julio Cortázar (Rayuela) o de Breton, el Papa del Surrealismo, colocar al equipo como si estuviera inventando un juego de dados, en el que vence el que inventa las reglas. Convirtió el campo en rectángulos obsesivos en cuyas cajas cayeron los alemanes como si fueran principiantes. La primera parte generó la impresión de que México se había aprendido lecciones de trigonometría, y los alemanes parecían alevines de catedráticos del fútbol criados al arrullo de los corridos. Nadie puede vencer a un equipo que está poseído de la poesía de Octavio Paz mezclada con la música ranchera de José Alfredo Jiménez.
Perú, patria grande
Cayó Perú. Ahora todo el mundo recuerda aquel chiste de Bryce Echenique. Un locutor de radio, de tiempos de cuando no había televisión, retransmitía ufano un Brasil-Perú. Él, naturalmente, iba a favor de Perú, al que no sólo le deseaba suerte, sino que contaba las jugadas como si estuviera pasando en el campo algo que no sucedía. Así que en uno de los lances del juego gritó, eufórico y la vez desmayado: "¡¡Avanza Perú, avanza Perú!! Gol de Brasil". El énfasis se le vino abajo. Los daneses estuvieron a punto de vivir la historia… al revés.
Lágrimas y fuerza
Fue tal la avalancha peruana que parecía que el equipo iba a remedar al contrario la divertida anécdota de Bryce. No ganaron porque no vinieron los dioses incas en auxilio. Las lágrimas de Cueva certificaron la inmensidad de la grandeza de la fuerza del gran equipo que rescató a Guerrero. Pero al final se impuso la desgracia. Recuerdo a los amigos peruanos que se esforzaban por alentar a su equipo para que fuera al Mundial. Ya están, y su fútbol dejó una huella grande como el Machu Pichu. Perdieron como decía Kipling que había que perder: guardando la belleza de la honra.
Neymar y la caja
El otro humillado, como Alemania, fue Brasil. Vi el partido entre indiferentes, mala cosa para ver un partido. En un tiempo ver jugar a Brasil era comparable, en sus términos, a contemplar la Gioconda en el Louvre. Pero se acabó la pasión. Primero que nada, la pasión de sus futbolistas. Solo gritó allí, de placer, Coutinho, cuyo gol parecía trazado por Leonardo de Vinci en su juventud. Suiza, su adversario, se hizo grande a medida que Neymar se guardaba sus virtudes en la caja fuerte, no se sabe para qué. Y poco a poco Brasil fue descendiendo al vulgarismo de la supervivencia. Es el desastre en el que caen los indolentes.
¿España rota?
Ya saben lo que escribió Pablo Neruda, al que he traído a estas páginas tanto como a Kipling, a los que ganar y perder les debe tanta poesía. Neruda decía que a veces se rompen cosas en la casa, y no se sabe bien quién las rompe. A España la quisieron romper días antes del Mundial. Y luego, rehaciéndose de esas desganas, hizo un partido excelente frente al Portugal de Cristiano, cuyo genio dio en tierra con la razón imposible del fútbol, la calidad. España fue mejor, mucho mejor. No importa que la quisieran romper. ¿Quién se acuerda ahora de si el seleccionador es otro que Fernando Hierro?