El ejercicio de funambulismo en el que se encerró el Madrid tras las Supercopas amenaza a fracaso de época. Por si la precoz dimisión en Liga no hubiera sido suficiente negligencia, el pepinazo copero en el Bernabéu terminó por confirmar las sospechas de que el equipo de Zidane vive preso en su propia descomposición, el descenso a los infiernos de una plantilla hasta hace dos días acostumbrada a ir saltando de hito en hito.
Lejos quedan aquellos triunfos. La realidad es ahora tremendamente diferente para el Madrid, que se ha quedado apocado ante el peligro, entre la espada y la pared. Sin un sólo ídolo en pie, su última baza es la de la Champions, la esperanza de la mística que envuelve esa eterna primavera blanca, la jugada maestra del club de las 12 orejudas, 180 minutos para volver a resucitar en su propio funeral y acabar mirando al resto desde la cima de Europa.
Después de años de tanta felicidad, la primera tarea del Madrid consistirá en reconocer que ya nada es lo que era, que este San Valentín en París va a sentirse solo. Necesitará asimilarlo sin perder por el camino las ganas de luchar, recuperando la fuerza que parece haber perdido, para llegar vivo a la vuelta. En ese punto está el Madrid, lo que le hace más peligroso que nunca: tocado pero no hundido, en su hábitat más natural en los últimos tiempos, dispuesto a enseñarle el colmillo al que quiera sellar su lápida.