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Cambiarlo todo para no cambiar nada

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La necesidad de regresar de Las Palmas con una victoria se antoja mucho más trascendental de lo que pueda parecer a simple vista. La caída en barrena del Espanyol desde el punto de vista deportivo a día de hoy —y salvo sorpresa con un cambio de sistema, piezas y hasta de actitud— solo puede frenarse con tres puntos antes de que el Atlético se deje caer sobre Cornellà y para evitar que en Navidad, sobre la mesa, no solo se agolpen los turrones sino también un calendario de LaLiga con el que empezar a echar cuentas. Aun así, ni siquiera ese anhelado triunfo escondería las vergüenzas de un proyecto que se tambalea. Algo que hoy es manifiesto pero que empezó a fraguarse no con la derrota en Mendizorroza, ni siquiera el pasado verano, sino ya durante la verbena de San Juan de 2016.

Aquella noche, a Quique se le transmitieron grandes promesas. Algunas se cumplieron en los primeros meses. A costa, eso sí, del medio-largo plazo. Mientras seguían las promesas, el Excel iba acaparando números rojos. El Espanyol, hasta bien entrado el pasado verano, contó con dos universos paralelos: uno que planificaba una plantilla de zona media-alta y otro, conocedor de que los límites se habían fulminado con blindajes de doble filo. Cuando los universos volvieron a converger, Quique amagó con irse, pero se quedó. De modo que él, como el resto de actores de este dislate económico y deportivo, pasó a ser copartícipe y corresponsable. En resumen, la autogestión confiada por Chen se demostró prematura e ineficaz: Rastar salvó al Espanyol y lo cambió todo, pero en el fondo no ha cambiado casi nada.