Medford, Fonseca, una mañana de sábado, el Azteca...
El 16 de junio de 2001, la Selección Mexicana, entonces dirigida por Enrique Meza, perdió su primer partido oficial en el Estadio Azteca. El encuentro marcó un antes y un después en el fútbol mexicano.
"Lo que faltaba". Era la voz de Emilio Fernando Alonso. Se colaban a través del micrófono, las palabras exactas, contundentes, que ilustraban lo que pasaba. El colmo. La catástrofe. Las peores pesadillas, encarnadas. El pasmo, el desquebrajo. Los ojos nublosos deben parpadear muchas veces para limpiar la incredulidad. Mientras el sol calcina el césped del Estadio Azteca y la marea roja causa rompe en sus gradas, México pierde su primer partido oficial en su terruño, su trinchera, su hogar, su santuario. Era un axioma; su contrario es imposible. No, el Azteca nunca cae. Nunca había caído. Mucho menos tendría que caer ahora. No creemos lo que nunca ha pasado.
La Selección Mexicana era dirigida por Enrique Meza y llegó al partido sumergida en una de las peores crisis de su historia: apeada de la Copa Confederaciones con tres derrotas (Australia, Corea y Francia), humillada en Inglaterra (4-0); cuatro puntos de nueve disponibles en el hexagonal final de Concacaf rumbo al Mundial de Corea-Japón 2002. La única victoria, el sosiego, había sido en el Azteca (vs. Jamaica, 4-0). La gira del desastre por Corea e Inglaterra minó la credibilidad de 'El Ojitos', multicampeón con el Toluca, y desquebrajó a un grupo de jugadores que tenían el coraje por bandera, pero la confianza de un párvulo en primer día de escuela. Pero el Azteca es infranqueable. No importa el 'fuera'. Santa Úrsula siempre castiga al forastero. Siempre, sea quien sea. Y juegue como juegue la Selección. Bien, mal o peor.
La mañana del sábado 17 de junio 2001 era espléndida. El sol irradiaba sobre el césped. Lo volvía verde fosforescente. Emergió de los vestidores el maltrecho Tri hacia un Azteca sin quórum; le había abandonado. México se dejó ver arropado en verde bandera, su nueva piel; elegante, pegada al cuerpo, el cuerpo redondo; a decir verdad, la Selección parecía un cadáver embalsamado, presto para el funeral: muerto pero acicalado, maquillado, presentable. El gol de Abundis, cabezazo sólido a primer poste (6'), fue el súbito electroshock que activó por segundos al difunto. Fue como un beso de despedida. Los jugadores se unieron y festejaron abrazados a Meza mientras Abundis mostraba una playera que escondía bajo la verde que rezaba "Estamos con usted, profe". Fue un epitafio. Un preludio perfecto.
La Costa Rica de Alexandre Guimaraes acusó el golpe y se subió las mangas. El tiro al poste de Wanchope tuvo el efecto psicológico de un gol. Poco a poco, el partido se fue oscureciendo aunque el sol no dejaba de resplandecer. Cada segundo se hacía más espeso, más tenso, más hediondo. Ya estaba anunciado. México tenía todos los síntomas y la enfermedad la confirmó el majestuoso tiro libre de Rolando Fonseca (72'), quien había sustituido a Rodrigo Cordero en el medio tiempo. 1-1. Impacto imperial sobre la barrera; Oswaldo Sánchez solo voló para acompañarlo. Y sobre los hombros de Fonseca reposó Costa Rica; su recital de pases cortos, a profundidad, hacia atrás, hacia las bandas, desquició al doble pivote Ruíz-Del Olmo.
Meza decidió inyectar a Daniel Osorno, Cesáreo Victorino y Francisco Palencia como inyecciones de morfina para evitar una muerte con dolor. Entonces, Hernán Medford, jugador del León, apareció sobre el campo. "México ya no es el gigante de la Concacaf", había vaticinado tres días antes. Su alegato resultó profético. Al 87', Fonseca disparó desde el Ricardo Saprissa, Oswaldo escupió el tiro y Medford recogió el regalo. "Lo que faltaba". Guimaraes se fundía en abrazos con todo su banquillo; la hinchada tica, una marea roja, se bamboleaba como un tsunami en el graderío. México era San José. "El único gigante es Dios. Ya México no es el papá de los tomates", destrozó Fonseca. Ése día cayó un mito y se creó otro; Meza caería cuatro días después, en Honduras. El fútbol mexicano se refundó, a medias, tras aquella tarde. No, el Azteca nunca cae. Nunca había caído...