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Ciudad de México

Un joven de andar sereno cruzó el campo con la gorra del campesino, el guante del trabajador y la mirada del inmigrante; serio, como los tipos que saben el camino, frotó sus manos, sacudió los hombros, secó el sudor en su frente y se detuvo al pie de una colina. Con la boca seca y la espalda mojada, apretó los dientes, levantó la cabeza, estiró el cuello y se asomó al valle de California; en medio del país que lo contemplaba, decidió subirla. En lo más alto soltó el brazo, rompió el silencio y desató una raza; al bajar, le llamaron Toro.

Cuando Fernando Valenzuela uniformó de lanzador profesional al bracero indocumentado, miles de mexicanos salieron de la sombra: eran, ante los ojos del gringo viejo, los hermanos del beisbolista. Nuestro hombre había triunfado, y como el destino a veces conspira con los humildes, venció a los Yanquis. Desde entonces por la Colina del Toro han subido muchos paisanos, es apenas un montículo de tierra rodeado de un inmenso territorio, pero representa una cumbre de respeto.

La carrera de Valenzuela, pitcher monumental dentro de un hombre modesto, provocó el reconocimiento que durante años se había negado al labrador, al cocinero o al constructor mexicano. Valenzuela no solucionó el conflicto migratorio, evitó el éxodo, ni detuvo la pobreza que sigue empujando gente al otro lado del río, sin embargo, simbolizó la fuerza de una comunidad que no tenía más lugar entre el norte y el sur, que una frontera y un estadio de béisbol.

El deportista no podía cargar a lomo con la responsabilidad de una nación, pero su representatividad, tuvo un impacto moral y familiar sin precedente en la historia de México al interior de los Estados Unidos: con su poderoso brazo, además de lanzar, ganar y dominar; los abrazaba. Seguirá jugando como los ángeles.

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