Pies en la tierra, cabeza al cielo y pelota al suelo
De Andrés Iniesta admiré sus silencios: antes de un gran pase, durante una derrota dolorosa y después de una victoria escandalosa. ¿Cómo es posible que un jugador tan espectacular dentro del campo hiciera tan poco ruido fuera de él? Quizá fue por ese aire tibetano: calvo prematuro, parecía un monje callado que repartía bondad, goles y lecciones; Iniesta se hizo grande haciendo grandes a los demás.
Retirado en partes, primero de la Selección Española, después del Barça y al final del futbol, empezó a despedirse cuando supo que las piernas no podían seguir el ritmo de sus ideas: clarividente, su mente llegaba al espacio, encontraba el hueco y definía el movimiento antes que su cuerpo, porque además de reflexiones, tenía reflejos. Después aparecía él, justo a tiempo, con la palidez de un sabio, la fragilidad de un alma pacífica y la llaneza de un manchego para poner el punto final en finales eternas.
Entonces el futbol temblaba porque en el fondo, este juego dejó de reconocer a sus jugadores por lo que piensan; más que jugador, Iniesta era un pensador y esa condición mental le volvió monstruoso para los rivales que no podían detenerle con patadas porque era tan bueno, que daba pena pegarle.
Sin excepción, ganó los títulos más grandes en la historia siendo la razón de todos sus equipos: a través de él la paciencia y el sentido común encontraron respeto en estadios repletos, donde las pasiones enmudecen a las razones. Por eso admiraba tanto su silencio, porque al interior de un deporte que se ha industrializado, metalizado, digitalizado y desenfrenado, hacen falta personas como Iniesta: capaces de poner los pies en la tierra, la cabeza en el cielo y la pelota en el suelo.
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