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Ciudad de México

Reservado, como los mejores lugares para ver el deporte, Rodrigo Hernández Cascante tiene la virtud del anonimato: ha mirado el juego desde una posición privilegiada que le permiten tres cosas, escuchar, hablar y pensar. Ese diálogo tan humano y pausado que el fútbol cambió por la luz de las estrellas y la velocidad del sonido, hacen de Rodri (Madrid 1996), un jugador capaz de viajar a través del tiempo, no se trata de un futbolista de época sino de cualquier época: es el futbolista moderno más antiguo del mundo. Característica que explica la calidez de su parte interna en el juego y define con sencillez su parte externa fuera de la cancha.

Ninguna línea adquiere tantos derechos como la del mediocampo, y ningún mediocampista adquiere tantas obligaciones como el mediocentro: la posición más influyente y menos valorada del futbol comercial. Alrededor de este hombre reservado y metódico, puede escribirse un manual sobre la profesión de futbolista. Este tipo de liderazgos, tan abnegados como silenciosos, definen posiciones en la cancha y posturas fuera de ella. A Rodri, lo hemos visto muchas veces, pero lo escuchamos pocas. Fuerte y clara, como su estilo de juego, su voz debe resonar en los despachos con la jerarquía de un deportista que ha jugado y ganado todo lo que le han pedido: menos, por supuesto, el Balón de Oro; un título que con su elección recupera toda la credibilidad.

A través de los ojos de un futbolista con barbilla levantada y pies sobre la tierra, la Selección Española miró el pasado y el futuro de una civilización que arroja tres Eurocopas de Naciones, 2008, 2012 y 2024; y un Mundial, 2010, en tan solo 16 años. Rodri legitima el modelo sobre el tiempo: se le llama prudencia y se apellida paciencia, dos valores aburridos para el gran show. Viéndolo jugar se aprende de fútbol, un deporte al que cada día acuden millones buscando emoción, nos promete otra versión del espectáculo: no manda el que más juega sino el que más sabe. Y Rodri ofrece otra dimensión al juego porque hace preguntas a los rivales, resuelve problemas a los técnicos, da respuestas a sus compañeros y pone a meditar un estadio de cien mil personas.

En las últimas décadas el Balón de Oro ha sido objeto de deseo, pero sobre todo, de división: es normal que la fama, la fortuna y precisamente el oro, causen conflicto; pero antes de ser de oro, era solo un balón. Pocos jugadores han entendido con tanta exactitud la máxima propiedad del viejo balón: rueda sobre un terreno plano. Con esa franqueza es capaz de unir a futbolistas de todo tipo a su alrededor, porque los puntos más cercanos a la pelota siempre son los mismo: su parte interna y su parte externa.

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