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Ciudad de México

Crecí escuchando tres palabras en las sobremesas que se montaban en la cocina, los niños salíamos al patio con el postre en las manos y los adultos discutían con el café y la azucarera sobre el dólar, la crisis y la devaluación. Las comidas familiares, para quien pusiera atención, eran las primeras lecciones de economía que recibía un niño de aquella época: entendí lo que significaban los Estados Unidos cuando me explicaron que, de un día para otro, necesitaba muchos pesos para tener un dólar.

El razonamiento de un niño era sencillo: entonces los dulces “gringos” son más caros que los mexicanos, por lo tanto, un niño con un dólar puede comprar algún dulce gringo, pero al tipo de cambio podía comprar muchos dulces mexicanos. Otra discusión era cuáles dulces sabían mejor, los de allá, industriales, o los de aquí, todavía artesanales. Así fue como entró en nuestras vidas otra palabra rara, “fayuca”; que desde la mirada del mismo niño significaba dulces gringos ilegales en México: chocolate Milkyway, lunetas M&M, caramelos Nerds, chicles Wrigley´sdoublemint los amarillos, o spearmint los blancos; y desde luego los que incluían tarjetas coleccionables de beisbolistas.

En mi salón de segundo grado en el Instituto México Primaria teníamos un compañero, hijo de padres divorciados, cuya madre había vuelto a casarse con un estadounidense que traía la maleta llena de dulces en cada uno de sus viajes. Bruno, se llamaba el niño que llevaba las tarjetas al colegio con olor a chicle en las que aparecían George Brett con Kansas City, Rickey Henderson con Oakland, Steve Carlton y Micke Schmidt con Philadelphia, Nolan Ryan con Houston, Pete Rose que había dejado Cincinnati para jugar con Phillies, Paul Molitor con Milwaukee y desde luego: Reggie Jackson, Dave Winfield y Bucky Dent con Yankees; y Ken Landreaux, Dusty Baker, Steve Garvey, Steve Yeager, Bill Russell y Pedro Guerrero con los Dodgers.

Con el tiempo, los aranceles, el Tratado de Libre Comercio y la globalización económica el mundo de la fayuca desapareció: los dulces gringos, hechos o etiquetados en México, se compran en la tiendita de la esquina; pero en aquel 1981 fueron nuestra entrada al mundo de las Grandes Ligas. Por las mañanas repasábamos las tarjetas en los pasillos del colegio y por las noches escuchábamos a Sony Alarcón y Pedro “El Mago” Septién en el canal 4, a veces en el 5 y en otras ocasiones en el 8, que después pasó a la frecuencia del 9 también en Televisa; narrar jugada a jugada los partidos de béisbol.

La semana del 20 al 25 de octubre de 1981 encendíamos la televisión todas las tardes, una Sony Trinitron, la primera de control remoto en México, que mi papá compró con un descuento en la mueblería de los “Hermanos Vázquez” entre Copilco y Avenida Universidad, para ver la Serie Mundial en la que un jóven nacido en un pueblo de Sonora, Etchohuaqila, parado en lo alto de una lomita desde la que podía verse todo nuestro país, lanzaba contra los poderosos Yankees de Nueva York. Cuando Valenzuela ganó la Serie Mundial mi forma de ver la vida cambió, también cambiaron las sobremesas en casa de los abuelos: ellos podían tener el dólar, sus dulces y un muro en la frontera, pero nosotros, además de nuestra crisis, la devaluación y el peso, teníamos un Toro que nos defendía.

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