El Coloso de Santa Úrsula tiene cientos de historias que contar. Pelé y Maradona santificaron su césped, años más tarde lo hizo Juan Pablo II. Michael Jackson, U2, Menudo y hasta JC Chávez lo hicieron vibrar más allá del fútbol
El día que Diego Armando Maradona alzó aquella copa de hombres derretidos en oro macizo, la asunción de su cuerpo y su alma a la inmortalidad fue bendecida por el panteón azteca. Huitzilopochtli, con jurisdicción en el empobrecido barrio de Santa Úrsula, aceptó gustoso la consagración de un Ícaro bonaerense que aún tendría muchas caídas que sortear. Era un México en escombros, maquillado en polvo y sangre, de varillas torcidas y fuegos incontenibles. Era el México grisáceo, deprimido, el que se difuminaba tras la persiana de Televisa, el de la melodía empalagosa de Timbiriche, el que había dejado de reírse cuando se reconocía frente al espejo. 16 años atrás, Pelé también fue ungido mientras Quetzalcoatl, serpiente emplumada, rodeaba su cuerpo semidesnudo en ascenso al firmamento. En Santa Úrsula, reza la leyenda, anidó todo el fuego que escupió el volcán Xitle. Del sedimento, piedra caliza y montones de granito, surgió el Coloso.
Dominante del sur de la esquizofrénica Ciudad de México, el Coloso de Santa Úrsula, rodeado de callejuelas polvorientas y misceláneas a medio demoler, tiene la majestad de un volcán en reposo. En su explanada reposa un sol rojizo, como en pleno nacimiento. Gigante de mil patas de concreto y una coraza abierta, domo volcánico, iluminada para las noches de gala, las noches de lava y ceniza. El Azteca es la medida de todas las cosas y en él caben todos los sueños. Los de un país que seca sus lágrimas cuando se da cita en él. Su grandiosidad es el cobijo mexicano ante el desasosiego. Juan Pablo II lo supo y su homilía en 1999 expió al país de sus pecados y sus traumas.
El Estadio Azteca es inmenso porque inmensos son sus recuerdos. Le cabe tanta épica. Es el gol de Arlindo, que rompió el listón, y los lamentos de Pereda por el bronce perdido ante Japón en los Juegos Olímpicos 1968. Es el silencio de Tlatelolco. El desfile, dos años después, de 16 naciones bajo la mirada torva y la sonrisa de Gustavo Díaz Ordaz sostenida con ganchos, quien no pudo enjuagar la sangre de sus manos en el Coloso. Es el frenesí en guinda que desató el penal de "El Halcón" Peña contra Bélgica. Es el brazo pegado al pecho de Beckenbauer, casi palpándose el corazón mientras maltrecho sostenía al de la 'Mannschaft'; la súplica de Schnellinger, el tiro cruzado de Riva, los cojones de Müller, el partido de todos los tiempos. Es el balón al piso, artesanía y jolgorio, la 'alegria do povo' del Brasil de Mario Zagallo: el colosal salto de Pelé, la cadencia de Tostao, la salva fulminante de Carlos Alberto después de una sinfonía, la más hermosa de todas. Es la magia de Reinoso y Borja con el América; el arte de Bustos, Guzmán, Quintano, Muciño con la Máquina azul; el señor-gol (parte I) de Hugo Sánchez a La Volpe; la suave atajada de Miguel Ángel Zelada en el único América-Chivas que llegó a final. El rugir, el estrépito, la apoteosis.
Y es el cabezazo de Quirarte que alivió a un país enterrado en escombros y llanto. Los abucheos que sepultaron al presidente Miguel de la Madrid en una inauguración aderezada con mariachi, colorines y lamentos. El enternecedor tijeretazo de Manuel Negrete, una primera encarnación escenificada del 'sí se puede' (que no se pudo, al final). Es el poema épico, con acento porteño, que recitó Maradona: molinete, caricia hacia dentro, caricia hacia fuera, fantasía, acto de ilusionismo, barrilete cósmico. Es un brazo extendido hacia la farsa y la inmortalidad; el gol que jamás debió contar y el gol que jamás habremos de olvidar. El Azteca es el brutal cambio de ritmo, como acorde de Beethoven en la Pathetique, para destrozar a Pfaff: de sonatina a un golpeteo demencial sobre las teclas de marfil. Es la resurrección teutona, calcinada por el medio día 'chilango' y un acorde maradoniano, el pase preciso para la cabalgata eterna de Burruchaga. Y el Azteca es el jarabe tapatío de Cuauhtémoc Blanco. El cabezazo de Butragueño hacia la nada cuando el incipiente Celaya acarició su primer título de liga. La irrisoria pifia de Kalusha con las puertas del Palacio Nacional abiertas de par en par. El tiro raso de Giovanni Casillas para sellar un campeonato mundial entre la algarabía de un país que, hasta ahora, se ha conformado con que sus cadetes cumplan los anhelos que sus comandantes encuentran imposibles. El milagro encarnado en la silueta contorsionada de Moisés Muñoz: un gol como un grito de muerte. El segundo que catapultó al América de Miguel Herrera y condenó al Cruz Azul a un embrujo sin solución aparente. Es el preámbulo de un conflicto bélico (la mal llamada 'Guerra del Fútbol') y el "templo sagrado" que inspira la mejor prosa de Caparrós y Villoro.
El 'Templo Mayor' fue el corazón de la antigua México-Tenochtitlán, un complejo de pirámides y centros ceremoniales donde los mexicas adoraban, principalmente, a Huitzilopochtli, su máxima deidad, patrono de la guerra y el sol. Antes tan sobrecogedor que impactó a los cronistas de la conquista española; hoy, el 'Templo Mayor' mexica es una ruina enclavada en el centro de la estridente Ciudad de México. Pero hay un sustituto. El nuevo 'Templo Mayor' también es 'azteca' (de nombre, al menos), también honra a los dioses, y se encuentra 16 kilómetros al sur del original.
En México, el Estadio Azteca es la medida de todas las cosas. Y donde caben todos los sueños.
“Es la catedral del fútbol de mi vida”
Diego Armando Maradona“Los mejores momentos de mi carrera deportiva los pasé en este estadio. Es un lugar muy especial”
Pelé“El Estadio Azteca debería de ser un gran museo del fútbol internacional”
Jorge Valdano“Sería fantástico dirigir un partido aquí de forma oficial. Si hoy se vio impresionante, no me imagino verlo desde abajo lleno”
José Mourinho“Es un campo que tiene tanta magia, tanta historia del fútbol”
Samuel Eto'o“Como quien llega a un lugar donde pasaron cosas importantes de su vida y nunca estuvo; como ese que conoce, un suponer, el lugar donde sus padres se encontraron”
Martín Caparrós“Cuando era niño y conocí el Estadio Azteca, me quedé duró, me aplastó ver al gigante, de grande me volvió a pasar lo mismo…”
Andrés Calamaro (letra de Marcelo Scornik)El Estadio Azteca es la auténtica ‘catedral’ del fútbol mundial. Los acontecimientos culminantes en la historia del balompié se escenificaron en el Coloso de Santa Úrsula. Qué sería de este deporte sin las coronaciones de Pelé y Maradona, sin la última sinfonía del mítico Brasil de 1970, sin el ‘Gol del Siglo’, ni la ‘Mano de Dios’, sin la epopeya de 120 minutos que protagonizaron italianos y alemanes. Y aún hay mucho más. En el Azteca también se escribieron en letras de oro pasajes fabulosos de Mundiales con límite de edad, Copa Confederaciones y Copa Libertadores. Sin olvidar, claro, las leyendas locales: Clásicos nacionales y la inverosímil destrucción del sueño ‘cruzazulino’ en 2013.
Un gol sin narración es un gol sin alma. Como cofre que cuida los tesoros más preciados de la historia del balompié, el Azteca también es un cúmulo de cajas de sonido que acompaña a sus joyas. La audioteca no solo está intrínsecamente ligada a los momentos áureos del deporte, también a la evolución de los medios de comunicación, al lenguaje, las formas de manifestar emoción, su reflejo del nacionalismo. Del éxtasis de Fernando Marcos en el ‘Partido del Siglo’, al grito desaforado de Hugo Sánchez antes del último chut de Cuauhtémoc Blanco. Claro, todos coronados por la liturgia de Víctor Hugo Morales: 115 palabras, 11 segundos que relataron la viaje celestial del ‘barrilete cósmico’ sobre el césped del Azteca.
Maradona y Pelé no fueron las únicas santidades que evangelizaron en Santa Úrsula: Juan Pablo II se les unió algunos años más tarde. Representantes de otros panteones también se sumaron al desfile de deidades que se aparecieron en la catedral. El Estadio Azteca es la antípoda del Olimpo griego. Michael Jackson, Paul McCartney, Elton John, U2, dioses que convirtieron los gritos de gol en canturreos que aún resuenan en cada recoveco, como los golpes de Julio César Chávez a Greg Haugen ante 132,724 personas, un récord mundial aún vigente. La NFL ha encontrado un segundo hogar fuera de Estados Unidos en las dos catedrales del fútbol: Wembley y el Azteca. Hay recintos sagrados que tienen cabida para todos los credos.
Santa Úrsula no solo fue territorio de Maradona y Pelé. Como sede de dos Copas del Mundo, un campeonato Sub 20 y una Copa Confederaciones, las grandes luminarias del fútbol se citaron en el Azteca a lo largo de cada década desde su inauguración. La corte de ‘O Rei’ incluía a Rivelino, Tostao, Jairzinho, Carlos Alberto. El ‘Partido del Siglo’ contó con el protagonismo de Sepp Maier, Franz Beckenbauer, Gigi Riva, Gianni Rivera. Gary Lineker descontó los dos goles históricos de Maradona en 1986. Juan Román Riquelme dio un recital de magia en 2001 y Ronaldinho presentó sus credenciales como imberbe promesa para volver 15 años después, ya como ídolo de masas y embajador de la nostalgia. Como colofón del cierre, la generación dorada del fútbol español, que estrenó su corona en el ‘Coloso’, liderados por Casillas, Xavi y Puyol.
A nivel local, el Estadio Azteca ha fungido como el hogar de varios equipos del fútbol mexicano en distintas épocas. Solo el América, el club más ganador del país, puede presumir de haberse alojado en el recinto desde su inauguración en 1967. Otros llegaron, se mudaron; algunos volvieron y otros ni siquiera moran ya en la Primera División. Cruz Azul, Necaxa, Atlante, Atlético Español, Pumas, la Selección Mexicana de fútbol. ‘La Máquina’, Toluca y hasta las Chivas de Guadalajara, acérrimos enemigos del dueño de casa, se refugiaron en la inmensidad del ‘Coloso’ para enfrentar compromisos internacionales ante potencias sudamericanas.
Desacostumbrada al protagonismo mundial, el fútbol mexicano ha encontrado sosiego en casa. Nada como el calor del hogar. “La vivienda no es solo un bien inmobiliario, es también una forma de consolidación espiritual”, escribió con atino Mario Benedetti, quizá inspirado por el efecto multiplicador que posee el Estadio Azteca sobre la Selección Mexicana. Un fortín que alimenta a su morador desde su propio gigantismo. Gigante es y gigante se siente quien duerme en él. ‘El Tri’ solo ha caído derrotado en dos ocasiones en partidos de carácter oficial (ya volveremos a ello) a cambio de dos Copas Oro de la Concacaf (1993 y 2003) y una Copa Confederaciones (1999), su único torneo FIFA en niveles mayores. No podemos olvidar, claro, la conquista del Mundial Sub 17 (2011) que obró la versión infantil de una Selección que aún batalla por encontrar su verdadero lugar en el orbe.
Ya habíamos advertido que la condición de inexpugnable del Azteca no es infalible. Hay algunas noches más aciagas que otras. Pocas, pero las hay. El ‘gigante’ ha caído en dos ocasiones de carácter oficial. La primera, el 16 de junio de 2001, cuando Costa Rica, con un gol de Hernán Medford en los compases finales, puso a la Selección Mexicana en estado de coma camino a Corea-Japón 2002. La segunda, el 6 de septiembre de 2013, previo al Mundial de Brasil, noche podrida para los verdes y gloriosa para ‘La H’ de Jerry Bengston y Carlo Costly, goleadores y verdugos hondureños. De ambas invasiones sobrevivió ‘El Tri’ in-extremis (de una, con un tanto de último segundo de Estados Unidos en Panamá, pero esa es otra historia), pero las cenizas del asedio aún flotan en el aire de Santa Úrsula.
Inaugurado el 29 de mayo de 1966, resultado de la iniciativa de Emilio Azcárraga Milmo, empresario televisivo, y Guillermo Cañedo, entonces presidente de la Federación Mexicana de Fútbol. El Azteca fue una de las obras magnas que el país presentó para los Juegos Olímpicos 1968, pero pronto se convirtió en uno de los símbolos nacionales. Cuando cambió su nombre por ‘Estadio Guillermo Cañedo’ (1997), nadie se atrevió siquiera legitimar tal afrenta al imaginario popular. La estructura del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez ha sobrevivido terremotos, décadas, y se alista para su tercera Copa del Mundo en 2026.
México, Francia, Italia, Alemania y Brasil son el selecto club de cinco países que han acogido dos fases finales de la Copa del Mundo de la FIFA. Sin embargo, el Estadio Azteca es la única abadía en la que se ha coronado al monarca dos veces. El primer Mundial francés (’38) terminó en el Parque de los Príncipes, mientras que la final de 1998 ocurrió en el Stade de France, en el suburbio parisino Saint-Denis. Italia ’34 consagró a ‘la Azzurra’ ante la mirada de Mussolini en el demolido Stadio Nazionale y la edición de 1990 entregó el trofeo a Lothar Matthäus en el Olímpico de Roma. La Alemania de Franz Beckenbauer se alzó victoriosa en el Estadio Olímpico de Múnich en 1974, que ya era una estructura en desuso en 2006, año en el que final que vio el cabezazo de Zidane a Materazzi se trasladó al Olímpico de Berlín.
¿Nos olvidamos de Maracaná? Claro que no, pero esa es pregunta capciosa. Lo cierto es que el célebre ‘Maracanazo’ de 1950 no era, precisamente, la final de aquel campeonato, sino el último partido de un cuadrangular definitorio en el que también participaban Suecia y España. Por tanto, el gol de Mario Götze en 2014 se escenificó en la primera final auténtica que celebró el recinto carioca.
El Azteca tiene connotaciones casi religiosas para los argentinos, por razones ya descritas. En 2004, el rockero argentino Andrés Calamaro compuso un tema que lleva por nombre ‘Estadio Azteca’, que ya es un himno para su feligresía. La letra, escrita por Marcelo Scornik, es más bien un relato onírico en el que los recuerdos del autor se funden con sus fantasmas. Y el Azteca surge como un tótem, o como metáfora de la inconmensurabilidad de los retos de la vida. “Cuenta la historia personal de Marcelo, pero, a través de él, la de toda la Argentina”, explicó Calamaro en su momento a Página 12.