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Josh McCown y un homenaje a todos los currantes de la NFL

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Cuando uno se prepara para ver deporte, sueña con héroes mitológicos, hazañas imposibles y momentos inolvidables. Al final, es verdad, eso es lo que queda en la retina; instantes en los que nuestro rostro dibujó una mueca de incredulidad, sin darnos cuenta dimos un respingo en el asiento y miramos alrededor aunque estuviéramos solos para ver si alguien más se ha dado cuenta de lo sucedido, ha sentido el mismo subidón de adrenalina y ha tenido la suerte de vivir ese instante mágico que ha inundado nuestros sentidos.

En realidad, aunque el resto de la humanidad no lo sepa, nos gusta tanto la NFL porque cada partido está salpicado de esos instantes especiales. Y muchos de nosotros no nos sentamos a ver ganar a un equipo, sino a reclamar una nueva dosis de esa magia fascinante que la NFL genera a borbotones y que tan difícil es de encontrar en otros lugares.

Y claro, los hechiceros capaces de producir tal efecto son unos pocos seres superiores que contemplamos con admiración y, como nos está sucediendo este año, por ejemplo, con Alvin Kamara, pasan de ser perfectos desconocidos a miembros de nuestro altar de adoración de un día a otro.

Sin embargo, en todos los deportes hay una mayoría de currantes sin los que el motor no podría funcionar. Ni la maquinaria de un equipo ni siquiera la de la propia competición. Unos pocos se llevan los focos, pero al final, es entre esa mayoría de ‘personas normales’ entre los que encontramos a aquellos a los que entregamos nuestro corazón de forma más sincera. Sobre todo porque les consideramos iguales, personas con nuestros mismos defectos. Y cuando les vemos jugar, y hacerlo bien, sentimos que es posible, que nosotros también podríamos haberlo hecho si nos hubiéramos entregado con la misma abnegación y compromiso.

Por todo eso admiro tanto a Josh McCown.

Empezó, como muchos, seguro de comerse el mundo después de ser elegido en tercera ronda del draft de 2002 por los Arizona Cardinals. Muy pronto se vio que no. Y en el caso de los quarterbacks, 'no' suele ser 'no' casi siempre. Difícilmente hay marcha atrás. Quizá no sea su culpa y mereciera la pena gastar más tiempo buscando factores externos, pero la realidad es que a un quarterback deslumbrante casi le basta con saltar al emparrillado y caminar hacia el huddle para crear expectación. Ese no era el caso del joven McCown, que más bien provocaba preocupación en la parroquia de Arizona, que después de tres años de oportunidades respiró aliviada cuando vio marchar a McCown y llegar a Kurt Warner. Y en el fondo, no hay nada que reprochar a eso, porque al resto del universo de la NFL nos aplaudían las pelotas solo con imaginar al gran Kurt junto a Larry Fitzgerald y Anquan Boldin. Y visto el resultado podemos decir que el experimento mereció la pena aunque se quedara a una jugada de ganar el anillo.

Entonces, Josh McCown pasó a formar parte de la legión de mercenarios que circulan por el mercado de agentes libres como si se tratara de un zoco de segunda mano. Tipos con pinta imponente que pierde su lustre en cuanto se descascarilla. Ropa de marca de imitación. El consuelo para esos pobres que no se pueden permitir un Ferrari y que se conforman con comprarse un coche rojo.

Y así, Josh McCown se unió a su hermano Luke para forma una pareja de quarterbacks saltarines, que viajaban de un equipo a otro casi cada año por muy pocas esperanzas de pisar un emparrillado con la grada llena, pero que ayudaban a completar la plantilla y, si Dios era misericordioso, no serían necesarios más que para aplaudir.

Sin embargo, un día ocurrió un milagro. McCown llevaba tres años aburrido en la banda de los Bears a la sombra de Jay Cutler, y en la semana 7 tuvo que sustituir al titular lesionado. Siete partidos después, nuestra percepción sobre McCown había cambiado radicalmente. Seguía sin provocar murmullos expectantes cuando saltaba al campo, porque todos sabíamos que lo imposible no estaba a su alcance, pero todos le empezamos a contemplar con admiración. ¿Por qué? Era humano, pero también capaz de sobrevivir en un mundo de gigantes con el único argumento de su entrega absoluta. Un currante legítimo dispuesto a ganarse un espacio, aunque fuera pequeñito, a base de darle cabezazos al muro.

Desde entonces, eso ha sido Josh McCown. Después de Chicago en Tampa, luego en Cleveland y ahora en los Jets. Un tipo al que no se le puede echar nada en cara, que lo da todo en cada snap y que tira de oficio y sacrificio para sobrevivir cada domingo. Lo mismo que muchos otros que pueblan la NFL y que casi siempre son los grandes culpables del éxito de un equipo aunque las medallas se las lleven otros.

Ahora, Josh McCown se ha roto la mano izquierda. Y a sus 39 años lloraba en el vestuario tras el final del partido en el que los Broncos destrozaron y humillaron a sus Jets. Balbuceó algo parecido al “qué va a ser de mí”, consciente de que no solo la temporada, sino también su carrera, podía haber llegado a su punto final pocos minutos antes. “No quería terminar mi carrera de esta manera. Ahora estoy pensando en todo, en el partido y en 16 años de carrera. Y estoy emocionado. Odiaría tener que retirarme de esta manera, pero no podéis imaginar lo agradecido que estoy por haber formado parte de todo esto”.

Yo no sé si en 2018 los Jets mantendrán a Josh McCown con 40 años como suplente del quarterback que muy probablemente consigan con su primera elección del próximo draft, pero os aseguro que le echaré de menos y que hoy, al ver tan próxima su retirada, he sentido los mismos escalofríos que me provocan los grandes jugadores de la NFL cuando hacen cosas inalcanzables para los simples humanos.

Y aunque sea barato decirlo ahora, la NFL sin Josh McCown será, sin duda, un lugar peor.

Muchas gracias.