CRÓNICA | SELECCIÓN MEXICANA

La soledad de Raúl Jiménez

El drama físico del delantero de la Selección Mexicana marcó el entrenamiento a puerta abierta en el Rose Bowl frente a aproximadamente 400 aficionados.

Los Ángeles
Etzel Espinosa / IMAGO7

Hay un problema con Raúl Jiménez. Esa sonrisa tibia pero con un dejo de esperanza y bisoñez con la que emergió del túnel camino hacia el césped del Rose Bowl se borró en cuanto debió poner manos a la obra. Al suelo. Estira. Sube. Baja. Solo el torso. Otra vez. Estira. Ahora las piernas. Estira. Y sufre. El rictus de dolor mira hacia hacia sus compañeros que retozan con la pelota en los pies en una de esas ‘cascaritas’ como las que jugaban hace años, cuando todo empezó para ellos. Todos gozan, hasta los 400 aficionados (aproximadamente) que pagaron 10 dólares para disfrutar de la sesión; todos menos Raúl. Dolor y congoja en decúbito prono.

A las seis de la tarde, tiempo angelino, la Selección Mexicana salió a la cancha del Rose Bowl de Pasadena. Último entrenamiento antes del primer ensayo general pre-mundialista. Perú, el rival en la tarde del sábado, sparring de galones que estrenará su proceso particular comandado por el excruzazulino Juan Reynoso. El primero salir al campo fue Hirving Lozano. Después, Héctor Herrera, Luis Romo y Rogelio Funes Mori, ninguno al 100% de sus capacidades físicas. Y, casi hasta el final, Raúl Jiménez, Alexis Vega y Henry Martin, unidos por una cadena de abrazos al hombro. ‘El Lobo’ sonríe con cierta timidez y algo de autenticidad. El gesto esconde un drama más profundo. El tiempo se acaba.

Todos a sus puestos. Romo, Herrera, Funes Mori y Sánchez, por su parte, a recuperar fibras y desaparecer dolores. Menos Jiménez. Él, en cuclillas con los brazos apoyados sobre la publicidad estática, primero. Después, al suelo. Estira. Suba. Baja. Solo el torso. Y otra vez. “¡Raúl, Raúl!”, lo intenta impulsar un niño desde las gradas. Jiménez escucha. Hace caso omiso. Luego, apenas voltea, dibuja una risita dolida, y saluda sin apenas voluntad con la mano izquierda. Y a su mundo. La afición buscó a otra deidad a la que adorar. “¡Eeeeeeeeeel Chucky Lozaaaaaaano!”, en clave Seven Nation Army. Hirving, ídolo de masas, el devorador de alemanes, devolvió el amor. Una larga sonrisa llena de vida y su pulgar levantado mientras elongaba sus músculos al ritmo coral de los White Stripes.

A primer turno, estiramientos. A segundo, una ‘cascarita’ para soltar nervios, reír un tanto, regocijarse otro poco, agasajar a la pleitesía, y recordar que esto es, al final, tan solo un juego. Ochoa y Cota dejaron las porterías y sus lugares fueron ocupados por Guardado y Pineda; Andrés lució sobrio aunque poco dado a zambullirse al césped, Orbelín dejó descubrir a un portero de élite con dos atajadas a quemarropa de las que Ochoa y Cota habrán tomado nota. Talavera, eso sí, se ejercitó por separado; también le aqueja alguna molestia. El ‘picadito’ transcurrió sin mayor rigor táctico y aderezado por los pases de ‘tres dedos’ de Alexis, las triquiñuelas de Ochoa, la hiperactividad de Lainez y las insospechadas aptitudes de Orbelín bajo los tres palos. Y las dolientes extensiones musculares de Jiménez sobre la línea de cal.

Martino no está. El técnico argentino, en desacuerdo con la naturaleza ‘exhibicional’ del entrenamiento, optó por quedarse en el hotel de concentración. Prefirió dilucidar si Argentina, su segundo rival en Qatar, presenta alguna fisura (3-0 sobre Honduras en Miami). No sabemos los resultados del análisis, pero advertimos que quizá no sean muy halagüeños. La ausencia, no obstante, causó suspicacias en los colegas de los medios de comunicación. No estuvo Martino, pero sí Jorge Theiler, su primer asistente, para formalizar la sesión.

Al filo de las siete de la noche, la batería ofensiva tanteó los reflejos de Ochoa y Cota; ambos resolvieron con prontitud los remates atajables, pero sucumbieron ante los inhumanos. Menos resistencia ofreció ‘Memo’ frente a su ahijado al final de la metralla de prueba. Y, en el centro de la postal, encuadrado por los nudos de las redes, Raúl Jiménez, cuya figura surgía detrás de cada procesión de los arqueros hacia sus puestos. Sentado sobre un balón, la mirada perdida, cabizbajo, solo. Veía sin mirar cómo los tiradores ajusticiaban a los guardametas. Quizá anhelaba con que alguno de esos disparos fuese suyo. Quizá. Pero hay un problema.

La velada terminó cuando Guardado, Henry, Edson, Lainez, Vega y Orbelín rompieron filas y protocolos para consentir a los ‘incondicionales’. Una playera incluso voló por los aires con la esperanza de que alguien la tomara, la firmara, y la devolviera por donde vino. No pasó. El entrenamiento devino en un pequeño frenesí. Guardado y Vega fueron los más solícitos y repartieron autógrafos hasta que la mano no les dio para más. Después se marcharon por donde minutos antes lo había hecho Jiménez, renqueando, y con la sonrisa antes tibia, ahora apagada.

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